diumenge, 12 de setembre del 2010

Truffaut y las mujeres en la cárcel


Teresa de Lauretis sostiene que no se puede hablar de Mujer, sino de mujeres, y eso es lo que hace Francoiçe Truffaut en su única incursión en el cine negro, Una chica tan decente como yo, basada en una novela de Henry Farrell; la protagonista, Camille Bliss, es una femme fatale de tres al cuarto, una chica que, educada en un hogar desestructurado, con un padre borracho que maltrata a su madre, comete su primer homicidio siendo muy niña, por lo que es internada en un Centro de Observación de Menores Delincuentes. Todo el film es un flasback que parte de una librería, en la que una cliente pide un libro de Stalisnav Previne, un ensayo de sociología que no llegó a editarse. El librero recuerda la historia.

Camille Bliss, acostumbrada desde niña al lenguaje de los psicólogos, lo domina a la perfección; Stanislav cree que el lenguaje es el vehículo de la personalidad, y él mismo irá tejiendo la tela de araña en la que quedará atrapado hasta que sea devorado por la araña. Camille dice siempre lo que sabe que su interlocutor quiere escuchar: si pide regalos es porque está necesitada de aprecio; si le gusta la música es porque es un ser muy sexual; si adora el banjo es porque es un símbolo fálico, y si quiere triunfar en el espectáculo, a pesar de la carencia de cualidades para el canto, es porque necesita la aprobación social; el verdugo convertido en víctima. Ella adorna sus declaraciones ante el magnetófono, obviando los detalles escabrosos que la perjudican y dando una imagen de víctima social, que complace al 'experto'.

Si en algo es perita es en el manejo de los hombres, llegando a tener cuatro amantes a la vez, obteniendo de cada uno de ellos lo que necesita; es una mantis religiosa, que devora al varón cuando ya lo ha utilizado. Stanislav tiene una joven secretaria, enamorada de él, que entiende el juego, pero no puede evitar la ruina de su jefe.

Tampoco los hombre salen bien pasados, pues la Señora Bliss manipula sus deseos y consigue que sean ellos los que se maten, sin ensuciarse las manos. Sólo en un caso tiene que implicarse directamente: con un desratizador, muy religioso, que sublima sus deseos pero que se cubre con una máscara de hipocresía, ya que en el fondo busca lo mismo que los demás. Un viejo guardián de la cárcel hace un diagnóstico exacto al profesor: las mujeres están divididas en su juicio sobre la asesina; los hombres están en bloque a favor de ella. Camille no pide nada, se lo dan, porque sabe tocar la fibra de los deseos reprimidos de los hombres. No es ni guapa, ni lista, pero sabe despertar los apetitos masculinos desde niña.

En cierta medida el autor está planteando el fracaso de la psicología y la sociología en su intento de justificar todas las acciones humanas en función de un pasado desgraciado, sin cariño y sin recursos económicos, aunque la sociedad, especialmente la masculina, no sale indemne: se aprovechan de ella, confiados en su simpleza, y reciben su pago en la misma monea.

De todas formas es quizás una de las obras más flojas del cineasta; está rodada con pocos recursos, cámaras fijas, y saltos de eje. Hay pocos exteriores y están filmados al estilo de la Nouvelle Vague, pero eso en sí no es un mérito.

Al final se ve obligada a matar de nuevo, liberada de la prisión gracias a las pruebas que ha acumulado Previne; logra su objetivo de cantar en un local, aprovechando la circunstancia de que es un ex-convicta, asunto que más tarde llevará al cine Rob Marshall en Chicago.

Todos los hombres son en mayor o menor medida sus víctimas, pues ella escarmentada desde niña, no cree en el amor romántico y no se enamora de nadie; unos pagan con su vida, y el profesor acabará sus días en la cárcel
por un crimen que ha cometido también ella.

Mujeres así las hay, pero no pueden ser reinsertadas socialmente, si el que se acerca a ellas es todavía más deshonesto; el propio profesor, que parece el más puro, busca, en definitiva, lo mismo que los demás, y es precisamente el relato de sus amoríos, lo que despertará en él una atracción, que no le provoca la modosa, lista y guapa secretaria. En su aspecto de bien inalcanzable reside su atractivo.

Teresa de Lauretis concluye que el sistema sexo/género se ha convertido en un límite, casi un obstáculo para el pensamiento feminista; hay que tener en cuenta las diferencias entre mujeres, y se debe contemplar al sujeto constituido no únicamente en el género, sino en las relaciones de clase o raza, no unificado sino múltiple, no sólo dividido sino contradictorio.

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