Nunca mejor que ahora conviene recordar la frase, atribuida a Napoleón, que quien desconoce Historia está condenado a repetirla. Tarkovsky realizó un film en 1961, La infancia de Iván, en la que todos los recursos se aunan de manera magistral al servicio de una idea: cómo influyen las guerras en las mujeres y en la pérdida de la inocencia de los niños, que entran de manera precipitada y prematura en el mundo de los adultos. Música, imagen y sonido construyen la diégesis del discurso, que debe complementarse para construir lo que queda fuera de la pantalla con la experiencia del espectador, la extradiégesis, la verdadera historia.
Evita imágenes de campos de concentración, batallas, muertes (unicamente el cuerpo de dos exploradores ejecutados por los nazis ) y sólo queda la vida mermada de los involuntarios protagonistas. Es espectacular como muestra, haciendo bailar a la cámara con el bosque, al compás de la música, los sentimientos de amor surgidos entre un hombre y una mujer, oficiales del ejército ruso. Iván, un niño feliz de doce años, presencia la muerte de varios miembros de su familia, y, a partir de ese momento, le guiarán sentimientos de venganza contra los asesinos de su pueblo. El ejército, que lo toma a su cargo y lo intenta educar, como a un pequeño Calígula, llevándolo a una escuela de militares, debe abdicar de su empeño e incluso encomendarle una misión.
Los espectadores conocerán la muerte de Iván cuando, derrotado el III Reich, uno de los oficiales que le había cuidado descubre en los expedientes de los torturados el del niño. Pero, si se abre la Caja de Pandora, las desgracias se reparten en todos los bandos. Los nazis ejecutaron millones de personas, entre ellas mujeres y niños, pero antes de desparecer y en el climax de su fanatimo mataron a sus propios hijos. Una de las últimas imágenes nos muestra los cadáverres de los hijos de Goebbels envueltos en pijamas blancos y envenenados, al parecer, con cianuro dentro de chocolates (atroz ); a su lado el cadáver carbonizado del Ministro de Propaganda.
En la última escena del filme vemos a Iván corriendo con su hermana en la playa, cuando todavía era un niño, escapando de su infancia. Es la película preferida de Bergman, y no es extraño, pues pocas veces se dice tanto con tan pocos recursos: luz empobrecida, decorados muy significativos pero mínimos, música adecuada, primeros planos muy expresivos ( como el de la cruz de un cementerio, que nos recuerda que las guerras no respetan ni siquiera los camposantos).
Tarkovsky reniega de la artificiosidad y rigidez del montaje intelectual, acercándose al modelo hollywoodense, en el que cada plano está pautado en virtud de la información que contiene y el espacio necesario para su decodificación. Esta actitud le crearía problemas con las instituciones soviéticas, partidarias de una pedagogía real-socialista. Pretende que el espectador remita lo que ve en la pantalla a su propia experiencia, renegando tanto de Eisenstein y su montaje, guiado por un tiempo artificial, como de Griffith y su tiempo informativo.
Evita imágenes de campos de concentración, batallas, muertes (unicamente el cuerpo de dos exploradores ejecutados por los nazis ) y sólo queda la vida mermada de los involuntarios protagonistas. Es espectacular como muestra, haciendo bailar a la cámara con el bosque, al compás de la música, los sentimientos de amor surgidos entre un hombre y una mujer, oficiales del ejército ruso. Iván, un niño feliz de doce años, presencia la muerte de varios miembros de su familia, y, a partir de ese momento, le guiarán sentimientos de venganza contra los asesinos de su pueblo. El ejército, que lo toma a su cargo y lo intenta educar, como a un pequeño Calígula, llevándolo a una escuela de militares, debe abdicar de su empeño e incluso encomendarle una misión.
Los espectadores conocerán la muerte de Iván cuando, derrotado el III Reich, uno de los oficiales que le había cuidado descubre en los expedientes de los torturados el del niño. Pero, si se abre la Caja de Pandora, las desgracias se reparten en todos los bandos. Los nazis ejecutaron millones de personas, entre ellas mujeres y niños, pero antes de desparecer y en el climax de su fanatimo mataron a sus propios hijos. Una de las últimas imágenes nos muestra los cadáverres de los hijos de Goebbels envueltos en pijamas blancos y envenenados, al parecer, con cianuro dentro de chocolates (atroz ); a su lado el cadáver carbonizado del Ministro de Propaganda.
En la última escena del filme vemos a Iván corriendo con su hermana en la playa, cuando todavía era un niño, escapando de su infancia. Es la película preferida de Bergman, y no es extraño, pues pocas veces se dice tanto con tan pocos recursos: luz empobrecida, decorados muy significativos pero mínimos, música adecuada, primeros planos muy expresivos ( como el de la cruz de un cementerio, que nos recuerda que las guerras no respetan ni siquiera los camposantos).
Tarkovsky reniega de la artificiosidad y rigidez del montaje intelectual, acercándose al modelo hollywoodense, en el que cada plano está pautado en virtud de la información que contiene y el espacio necesario para su decodificación. Esta actitud le crearía problemas con las instituciones soviéticas, partidarias de una pedagogía real-socialista. Pretende que el espectador remita lo que ve en la pantalla a su propia experiencia, renegando tanto de Eisenstein y su montaje, guiado por un tiempo artificial, como de Griffith y su tiempo informativo.
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