En una noche calurosa de julio, en la que la crisis económica (de la que yo no me olvido ni en vacaciones) trae de la mano la 'ocasión'de la lectura, viene a mis recuerdos una cena familiar, con José Ricardo Morales de la que me queda una imagen constativa con forma de escritura: "A Rosa y Manuel con el afecto más cordial". Mi mente adolescente oía, con la respiración contenida y los ojos como platos, la historia de un hombre que había tenido que huir del país tras la guerra civil , junto con su familia, hacia el territorio más cercano, Francia, dando todos con sus huesos en el campo de concentración de Saint-Cyprien, en el que el gobierno de Vichy, colaboracionista con los nazis, reunió a los españoles. Allí conoció en sus carnes la locura de una familia desperdigada entre la muchedumbre, incapaz de encontrarse entre tanta gente, cuando era todavía un joven con su vida, sus ilusiones literarias truncadas, y separado de sus compañeros (Juan Gil Albert, Josep Renau o Max Aub ) y camaradas con los que había formado parte de la experiencia teatral El búho. De este infierno dantesco salieron muchos compatriotas, perdida la patria, en el Winnipeg, barco fletado por Neruda que les trasladó a tierras chilenas que desde entonces serían su nuevo hogar. Hoy a los noventa y cinco años y, tras una vida de reconocimientos y galardones, ocupa un sillón en la Academia Chilena de la Lengua.
Ojeando alguno de sus libros me ha venido a la mente aquella cena familiar, de la que la mayor parte de sus comensales ya no está en este mundo (entre ellos las dos abuelas de mi hijo), y me he encontrado un texto suyo, que me sirve de excusa para mi post, en el que citando a Hölderling sostiene que si producir un concepto antes de su objeto...es absurdo, su antítesis (formulada por José Ricardo ) también lo es, es decir la ocurrencia de que exista algún objeto sin el término que lo designe, por lo que carecerá de comprensión, dado que conocer, en su sentido pleno, supone la capacidad de nombrar. ¿Cómo podríamos llamar a la empresa humana que aborda Werner Herzog de la mano de su actor fetiche, Klaus Kinski, arriesgando sus vidas y las de otros muchos, para subir un barco por la ladera de una montaña, contrariando el medio natural para el que ha sido creado por el hombre y con él todas las leyes de la lógica? Locura es un concepto restringido en este caso.
Sostiene el dicho que la fe mueve montañas, pero, en este caso, ante la ausencia de este sentimiento, como la montaña no se mueve, Herzog lleva lleva el Huallagua a la conquista de lo inutil, parafraseando al editorialista de Cahiers du Cinema. Pero ¿Cuál es el ímpetu que impulsa la vela que lleva al barco y a sus ocupantes a tan insólito destino ? La música y el canto, Wagner, Verdi y Caruso, que embriagará a unos indios caníbales, los jíbaros, que sólo conocen el sonido de sus tambores de guerra, y se transformarán en adoradores del buque que la posee en un matrimonio indisoluble Realizada la hazaña, divina para unos sublime para el resto, los aborígenes liberarán la embarcación, cortarán sus amarres a la tierra y lo ofrecerán como tributo para calmar a las divinidades enfurecidas que habitan el río.
Fitzcarraldo salvará el barco, pero arruinará su empresa, con cuyos beneficios quería montar un Palacio de la Ópera para los indianos, financiada por una amante, madame de un burdel, cuyos ingresos proceden del comercio carnal. Ella quiere a Fitzcarraldo y lo comprende, él odia la zona lujosa y prefiere vivir en los palafitos de Quito, rodeado de los niños que escuchan embobados la música que sale del gramófono. Tras su fracaso, revende el barco al cacique, persona grosera y sin sensibilidad y le da todo el dinero a su capitán con un propósito que raya otra vez la ¿locura?: en varios barcos, a cuyo frente surca los mares el Huallaga, ( imagen llena de significación romántica ) lleva a la ciudad pantanosa la Compañía de Caruso, con orquesta y decorados, para representar una ópera italiana en el buque cuyo público serán los indígenas y su cerdo. Un largo travelling nos muestra al orgulloso y desquiciado protagonista, enfundado en un frac sobre sus ropas grasientas, con la altivez de un capitán pirata, mientras suena la música.
Dos escenas son particularmente entrañables: la primera secuencia de la película, cuando Fitzcarraldo llega a la opera, acompañado de su amante, con el traje arrugado y desteñido por el viaje, pero invadido por el deseo de 'escuchar'; junto a la puerta, unos indios disfrutan con respeto y gesto contenido la voz de Caruso, procedente del interior del teatro, mientras un palafrenero da de beber champagne a los caballos. La otra es una escena muy emotiva, en la que tras ser detenido el protagonista por intentar cerrar la Iglesia hasta que se construya el templo de la música, el carcelero le libera ante una imagen que le rompe el corazón: las niñitas, de unos seis años, del poblado de palafitos, suburbio de Quito, rezan de rodillas durante horas, incluso de noche, para que Fitzcarraldo recobre la libertad. En este momento Herzog, en una actitud poética lejana del extrañamiento, nos muestra su sensibilidad, al menos unos minutos.
Tras su contacto íntimo con Klaus Kinski, Herzog necesitó realizar un exorcismo personal, por medio de su obra Mi enemigo íntimo (1999), crónica de la tempestuosa relación entre actor y director, que abre una nueva faceta de su carrera en el siglo XXI, que culmina con su último film Teniente corrupto. El director se mueve continuamente en la ambivalencia entre el documental y la ficción, privilegiando una u otra forma de representación en función de la obra concreta. Sus personajes tienen a menudo dificultades para caminar o se mueven sobre bases inestables, con el cuerpo deforme o contrahecho, o sueñan con atravesar grandes extensiones de terreno llenas de accidentes geográficos, truncadas muchas veces por la imposibilidad física de llevarlo a cabo (Carlos Losilla). En Fitzcarraldo todo se mueve hasta el extremo: la voracidad de la selva, la populosidad de los suburbios de palafitos, los protagonistas sobre barcas a punto de zozobrar, o en el buque golpeando las costas...al final el paroxismo, la extravagancia, la muerte y la hazaña. Fritzcarraldo se pregunta por qué los indios les ayudan y se arriesgan a cambio de nada; la magia de la música, en el sentido más primigenio del término, les empuja.
Ojeando alguno de sus libros me ha venido a la mente aquella cena familiar, de la que la mayor parte de sus comensales ya no está en este mundo (entre ellos las dos abuelas de mi hijo), y me he encontrado un texto suyo, que me sirve de excusa para mi post, en el que citando a Hölderling sostiene que si producir un concepto antes de su objeto...es absurdo, su antítesis (formulada por José Ricardo ) también lo es, es decir la ocurrencia de que exista algún objeto sin el término que lo designe, por lo que carecerá de comprensión, dado que conocer, en su sentido pleno, supone la capacidad de nombrar. ¿Cómo podríamos llamar a la empresa humana que aborda Werner Herzog de la mano de su actor fetiche, Klaus Kinski, arriesgando sus vidas y las de otros muchos, para subir un barco por la ladera de una montaña, contrariando el medio natural para el que ha sido creado por el hombre y con él todas las leyes de la lógica? Locura es un concepto restringido en este caso.
Sostiene el dicho que la fe mueve montañas, pero, en este caso, ante la ausencia de este sentimiento, como la montaña no se mueve, Herzog lleva lleva el Huallagua a la conquista de lo inutil, parafraseando al editorialista de Cahiers du Cinema. Pero ¿Cuál es el ímpetu que impulsa la vela que lleva al barco y a sus ocupantes a tan insólito destino ? La música y el canto, Wagner, Verdi y Caruso, que embriagará a unos indios caníbales, los jíbaros, que sólo conocen el sonido de sus tambores de guerra, y se transformarán en adoradores del buque que la posee en un matrimonio indisoluble Realizada la hazaña, divina para unos sublime para el resto, los aborígenes liberarán la embarcación, cortarán sus amarres a la tierra y lo ofrecerán como tributo para calmar a las divinidades enfurecidas que habitan el río.
Fitzcarraldo salvará el barco, pero arruinará su empresa, con cuyos beneficios quería montar un Palacio de la Ópera para los indianos, financiada por una amante, madame de un burdel, cuyos ingresos proceden del comercio carnal. Ella quiere a Fitzcarraldo y lo comprende, él odia la zona lujosa y prefiere vivir en los palafitos de Quito, rodeado de los niños que escuchan embobados la música que sale del gramófono. Tras su fracaso, revende el barco al cacique, persona grosera y sin sensibilidad y le da todo el dinero a su capitán con un propósito que raya otra vez la ¿locura?: en varios barcos, a cuyo frente surca los mares el Huallaga, ( imagen llena de significación romántica ) lleva a la ciudad pantanosa la Compañía de Caruso, con orquesta y decorados, para representar una ópera italiana en el buque cuyo público serán los indígenas y su cerdo. Un largo travelling nos muestra al orgulloso y desquiciado protagonista, enfundado en un frac sobre sus ropas grasientas, con la altivez de un capitán pirata, mientras suena la música.
Dos escenas son particularmente entrañables: la primera secuencia de la película, cuando Fitzcarraldo llega a la opera, acompañado de su amante, con el traje arrugado y desteñido por el viaje, pero invadido por el deseo de 'escuchar'; junto a la puerta, unos indios disfrutan con respeto y gesto contenido la voz de Caruso, procedente del interior del teatro, mientras un palafrenero da de beber champagne a los caballos. La otra es una escena muy emotiva, en la que tras ser detenido el protagonista por intentar cerrar la Iglesia hasta que se construya el templo de la música, el carcelero le libera ante una imagen que le rompe el corazón: las niñitas, de unos seis años, del poblado de palafitos, suburbio de Quito, rezan de rodillas durante horas, incluso de noche, para que Fitzcarraldo recobre la libertad. En este momento Herzog, en una actitud poética lejana del extrañamiento, nos muestra su sensibilidad, al menos unos minutos.
Tras su contacto íntimo con Klaus Kinski, Herzog necesitó realizar un exorcismo personal, por medio de su obra Mi enemigo íntimo (1999), crónica de la tempestuosa relación entre actor y director, que abre una nueva faceta de su carrera en el siglo XXI, que culmina con su último film Teniente corrupto. El director se mueve continuamente en la ambivalencia entre el documental y la ficción, privilegiando una u otra forma de representación en función de la obra concreta. Sus personajes tienen a menudo dificultades para caminar o se mueven sobre bases inestables, con el cuerpo deforme o contrahecho, o sueñan con atravesar grandes extensiones de terreno llenas de accidentes geográficos, truncadas muchas veces por la imposibilidad física de llevarlo a cabo (Carlos Losilla). En Fitzcarraldo todo se mueve hasta el extremo: la voracidad de la selva, la populosidad de los suburbios de palafitos, los protagonistas sobre barcas a punto de zozobrar, o en el buque golpeando las costas...al final el paroxismo, la extravagancia, la muerte y la hazaña. Fritzcarraldo se pregunta por qué los indios les ayudan y se arriesgan a cambio de nada; la magia de la música, en el sentido más primigenio del término, les empuja.
Propuesta didáctica:
Estamos ante una proeza humana, que prueba que el hombre puede llegar a hacer lo que se propone ¿Qué piensa ?
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