En estos días de verano en los que un periódico ha decidido renovarnos la memoría del cine italiano, ha caido en mis manos una película, de unos momentos, en los que como dice Ferruccio Rosi-Landi, todavía se podía pensar y expresar críticamente, con la posibilidad de ser empleado en la sociedad en que se había nacido. Esta película es Pan, amor y fantasía, de Luigi Comencini, protagonizada por Gina Lollobrigida y Vittorio De Sica. Plantea de una manera fresca, inocente y absolutamente desvergozada, la situación de una familia monoparental, a cuyo fente se halla una mujer ignorante, pobre y supersticiosa, que tiene una hija guapísima.
Las fuerzas vivas del pueblo, el cura, el 'mariscal' (como le llaman, al menos en la traducción ) de los Carabinieri Antonio Carotenuto (Vittorio De Sica), cuerpo semi-militarizado como la Guardia Civil española, y la comadrona, ejercen de protectores , paternalistas, de las buenas gentes, frente a un cacique desaprensivo y voraz, del que es acreedora toda la comunidad, pues presta el dinero a un 400%.
En este contexto las fantasías y deseos sexuales están al descubierto, sin la hipocresía de las clases burguesas urbanas, y ser pobre, guapa y sin padre es sinónimo para las masas ignorantes de mujer pública o ramera. Las mujeres la miran con recelo, los hombres la desean abiertamente, incluido el mariscal. Ella, María Pizzicarella, La borsoegliera, se enamora de un cabo, Pietro Stellati, con el que felizmente se promete, como en un cuento de hadas. El mariscal se compromete a su vez con la comadrona, como no podía ser de otra manera, pero ella tiene un hijo natural secreto, lo que le obliga a él, según el reglamento del cuerpo, a dimitir de su cargo para casarse con ella; en una discusión le amonesta por el hecho de que se queje cuando las mujeres pueden incluso hasta votar.
En un cine-documento vemos a las mujeres melladas, malcaradas, peor vestidas (la protagonista, encarnada por Gina Lollobrigida) muchas veces va incluso descalza, con la carga en la cabeza, murmurando, cotilleando, y participando fervorosamente en las procesiones que organiza el cura. Cada vez que el cacique simula que está enfermo, porque no le pagan, el pueblo grita al unísono: ¡Qué se muera! ¡Qué se muera ! El mismo cura, cuando el jefe de los carabineros (Vittorio De Sica) manifiesta su deseo de casarse con la comadrona, a cualquier precio, intenta convencer a ésta de que abandone la idea y contraiga matrimonio con el padre del niño, torciéndo sus sentimientos y olvidando el abandono a que ha sometido a madre e hijo.
Es bien sabido por todos, especialistas o no, y sobre todo por las mujeres que se encuentran en esa situación, lo que deben padecer aquellas que están al frente de familias sin 'hombre', solas frente a un mundo, que no las respeta, que intenta desempoderarlas al mínimo descuido o confianza. Se aconseja ver la película Antonia, de Marleen Gorris, en la que ésta debe soportar incluso la violación de su nieta, de su santuario matriarcal, por parte de una sociedad que quiere hacer víctimas de semejante atrevimiento incluso a los hijos de la audaz, sean de sexo masculino o femenino. Todavía queda mucho camino que recorrer y mucho machito que desempoderar.
Entre tanto acogemos con satisfacción estos documentos de realismo, de una sociedad todavía inocente que pensaba que muchas cosas podrían cambiar. A pesar de lo dicho, Santos Juliá, afirma, en su último libre, con rotundidad que en el siglo XX se ha producido la revolución de las mujeres.
Las fuerzas vivas del pueblo, el cura, el 'mariscal' (como le llaman, al menos en la traducción ) de los Carabinieri Antonio Carotenuto (Vittorio De Sica), cuerpo semi-militarizado como la Guardia Civil española, y la comadrona, ejercen de protectores , paternalistas, de las buenas gentes, frente a un cacique desaprensivo y voraz, del que es acreedora toda la comunidad, pues presta el dinero a un 400%.
En este contexto las fantasías y deseos sexuales están al descubierto, sin la hipocresía de las clases burguesas urbanas, y ser pobre, guapa y sin padre es sinónimo para las masas ignorantes de mujer pública o ramera. Las mujeres la miran con recelo, los hombres la desean abiertamente, incluido el mariscal. Ella, María Pizzicarella, La borsoegliera, se enamora de un cabo, Pietro Stellati, con el que felizmente se promete, como en un cuento de hadas. El mariscal se compromete a su vez con la comadrona, como no podía ser de otra manera, pero ella tiene un hijo natural secreto, lo que le obliga a él, según el reglamento del cuerpo, a dimitir de su cargo para casarse con ella; en una discusión le amonesta por el hecho de que se queje cuando las mujeres pueden incluso hasta votar.
En un cine-documento vemos a las mujeres melladas, malcaradas, peor vestidas (la protagonista, encarnada por Gina Lollobrigida) muchas veces va incluso descalza, con la carga en la cabeza, murmurando, cotilleando, y participando fervorosamente en las procesiones que organiza el cura. Cada vez que el cacique simula que está enfermo, porque no le pagan, el pueblo grita al unísono: ¡Qué se muera! ¡Qué se muera ! El mismo cura, cuando el jefe de los carabineros (Vittorio De Sica) manifiesta su deseo de casarse con la comadrona, a cualquier precio, intenta convencer a ésta de que abandone la idea y contraiga matrimonio con el padre del niño, torciéndo sus sentimientos y olvidando el abandono a que ha sometido a madre e hijo.
Es bien sabido por todos, especialistas o no, y sobre todo por las mujeres que se encuentran en esa situación, lo que deben padecer aquellas que están al frente de familias sin 'hombre', solas frente a un mundo, que no las respeta, que intenta desempoderarlas al mínimo descuido o confianza. Se aconseja ver la película Antonia, de Marleen Gorris, en la que ésta debe soportar incluso la violación de su nieta, de su santuario matriarcal, por parte de una sociedad que quiere hacer víctimas de semejante atrevimiento incluso a los hijos de la audaz, sean de sexo masculino o femenino. Todavía queda mucho camino que recorrer y mucho machito que desempoderar.
Entre tanto acogemos con satisfacción estos documentos de realismo, de una sociedad todavía inocente que pensaba que muchas cosas podrían cambiar. A pesar de lo dicho, Santos Juliá, afirma, en su último libre, con rotundidad que en el siglo XX se ha producido la revolución de las mujeres.
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